La túnica de José. Psicoterapia En Línea

La Túnica Invisible

El ejemplo de José (sí, el soñador, de la biblia)

Crees que llegaste. Que por fin estás «en paz». Trabajo estable, relaciones más o menos decentes, la vida bajo control. Un poco de rutina, un poco de seguridad, un poco de anestesia para no sentir demasiado. Te convences de que este equilibrio mediocre es estabilidad, pero en el fondo sabes que solo es una tregua barata. Porque la vida no es un refugio: es un francotirador paciente con buen pulso y todo el tiempo del mundo. Te mira desde la mira telescópica mientras fumas tranquilo, esperando a que bajes la guardia. Y cuando lo haces, sin aviso, sin cortesía, aprieta el gatillo y te recuerda que nunca estuviste a salvo.

En una historia vieja como el polvo, un padre le da a su hijo una túnica de colores. No por maldad, sino porque lo ama más que a los demás. Los otros hijos lo ven y dejan de hablarle con calma. No hay insultos. No hay sangre. Solo un silencio afilado que ya no se rompe.

Así empieza casi todo en la vida: no con un terremoto, sino con una grieta tan fina que casi parece inocente. Con un silencio que decidiste no romper porque te dio miedo incomodar, con un gesto que tragaste aunque te supo a óxido, con la certeza amarga de que en la mesa había sitio para todos… menos para ti. Y mientras te sientas ahí, intentando convencerte de que no importa, algo en tu pecho se encoge un poco más cada día, hasta que un día descubres que esa grieta ya no es línea: es un abismo.

Pasa en las familias, en el trabajo, en las camas. En los lugares donde deberías sentirte seguro, querido, visto. Pero el amor, o lo que creemos que es amor, se reparte mal, o al menos así lo sentimos, y ese desbalance va royendo lento, como óxido bajo la pintura. Las grietas crecen en silencio hasta que un día te despiertas en una casa que ya no es hogar, en una cama que parece ajena, en un trabajo que te drena en vez de sostenerte. No se necesita un portazo para perderlo todo: basta con callar una vez, y luego otra, y otra más, hasta que el eco de tu propia voz se vuelve desconocido y tu presencia es apenas un fantasma que ocupa espacio.

Tus dones, tu bondad, tu forma de ser… pueden convertirse en tu condena. El mundo no siempre premia lo que eres; a veces lo usa contra ti. Y tú ahí, calibrando si mostrarte entero o esconderte para que no te rompan más. El problema es que, a fuerza de esconderte, terminas desapareciendo de tu propia vida.

La túnica de colores de la historia es solo un símbolo. Podría ser tu voz, tu talento, tu sensibilidad, tu forma de amar. Algo que te hace distinto y que, por eso mismo, te convierte en blanco. Algunos intentan arrancártelo; otros te convencen de que es mejor guardarlo bajo llave. Pero nadie te dice que si lo guardas demasiado, un día olvidarás que lo tienes.

La respuesta no está en pelear por la túnica ni en renunciar a ella. Es aceptar que todos llevamos una costura invisible, frágil como un hilo viejo, y que si no hablas antes de que se reviente, vas a quedarte solo, recogiendo hilos en el suelo como un mendigo de tu propia historia. Es darte cuenta de que nadie va a coser eso por ti. Y que cuando se rompe, no es un drama cinematográfico: es un desgaste silencioso que te roba la piel, la voz y hasta el hambre de vivir. La paz no es un lugar al que llegas con mudanzas, bodas, ascensos o un perro que te reciba moviendo la cola. La paz es la brutal capacidad de sostenerte la mirada en el espejo, con todo lo que odias ver ahí, y dejar de repetir el guion de mierda que te trajo hasta aquí.

Y sí, es incómodo. Porque a veces ese guion está escrito con la letra de tus padres, de tus exparejas, de tus jefes, de tus miedos. Reescribirlo implica traicionar la versión de ti que todos han consumido hasta ahora. Y eso da miedo. Pero también es la única forma de ser libre.

La mayoría espera hasta que «ya no puede más» para pedir ayuda. Se sientan frente a un terapeuta como quien llega a urgencias con una hemorragia. Y sí, a veces hay que salvar lo que queda. Pero la terapia de verdad es otra cosa: es cuando todavía tienes algo que perder y decides dejar de joderlo con tu silencio.

No es para los que quieren consuelo barato. No vendo frases bonitas ni manuales de «cómo ser feliz en 5 pasos». Si cruzas la puerta, vamos a mirar juntos lo que has estado evitando y vamos a desarmarlo pieza por pieza. No prometo que sea fácil, pero sí que será real. Y lo real, aunque duela, siempre termina sanando más que la mentira con la que has dormido todos estos años.

Porque tarde o temprano, la túnica invisible que llevas se desgasta. Y si no aprendes a cuidarla, a llevarla sin miedo, a defenderla sin pedir permiso, un día despertarás sin ella… y no sabrás quién eres. Y ahí, amigo, ni el francotirador tendrá que disparar.

Y si al leer esto sientes que hay algo en ti que empieza a incomodarse, a removerse, quizá sea porque esa costura invisible ya está tirante. No tienes que esperar a que reviente para hacer algo. Hay espacios donde no tienes que disimular, donde tu historia se puede desplegar sin que nadie la juzgue ni la recorte. Un espacio para mirarte sin disfraces, sin guiones impuestos, y decidir qué quieres hacer con lo que encuentres ahí.

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